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jueves, 15 de mayo de 2014

Hoy en Nuestros relatos: La encomienda

Nunca antes había visto caer tanta agua, parecía que nunca iba a dejar de llover o por lo menos no esa noche. En los pocos metros que corrí desde el auto hasta la vieja casa, la ropa se empapó y se me pegó al cuerpo en segundos. Abrí la puerta de madera y alambre mosquitero y golpeé la puerta de entrada pensando que no solo a ésta si no a toda la vieja posada le hacia falta desde hacía años una buena mano de pintura.
El viejo que me atendió estaba tan ajado como su casa. Tendría unos setenta años y el desgaste del trabajo en el campo. Le mostré el diario mojado que traía en la mano.

 Según el diario usted tiene una habitación para alquilar…hablé por teléfono con una señora...
--- Si…pase, pase que se va a enfermar ahí afuera.
Entré y me quité el saco. La sala de estar hacia juego con el exterior y me hizo pensar que la habitación en alquiler tendría características similares pero el precio de alquiler era demasiado bajo para pensar en comodidades, mas aún cuando mis reservas comenzaban a escasear.
Lo más llamativo era sin duda un pequeño altar iluminado por velas que contenía innumerables imágenes de santos, y personajes de otras religiones. Curiosamente el lugar central del altar estaba ocupado por una estatuilla de Anubis, el dios con cabeza de chacal de los egipcios.
--- Tengo pensado quedarme solo dos noches.
--- No hay problema, en esta época y con este clima nunca hay gente que quiera alquilar… ¿usted viene por trabajo?
--- Algo así, en realidad vine a traer unos documentos a un estudio jurídico y tengo que llevar otros papeles de vuelta.

 ¿Es abogado?
--- No, lo mío son las encomiendas. O por lo menos hasta que encuentre algo mejor… ¿y usted?… ¿le gusta la cultura egipcia? ---dije señalando el altar.
El viejo me miró como si le hubiese hablado en otro idioma. Tal vez ni siquiera sabía quienes eran los egipcios. Meneo la cabeza y se encogió de hombros.
--- Son cosas de mi hermana, ella es muy religiosa ¿vio? es la curandera del pueblo, bah, en el pueblo tienen una doctora pero acá en el campo…
--- Bueno, cada cual en lo suyo ¿no?
Por un momento se produjo un silencio bastante incómodo.
--- La verdad es que me gustaría poder cambiarme de ropa y secarme--- le extendí el dinero que había acordado por teléfono. El viejo hizo desaparecer los billetes con un zarpazo de una mano retorcida por la artritis.
--- Siga por ese pasillo que está al final--- señaló.
Levanté el bolso que había dejado haciendo un charco en el piso.
--- ¿Tiene ahí todo lo que precisa ?--- inquirió el viejo ---…mire que de noche la puerta va a estar cerrada y no se puede salir.
Me reí. Pero el viejo parecía hablar muy en serio.
--- Tenía pensado salir mas tarde para conocer el pueblo. No se, tomar un café.
--- Esta noche no se puede salir y si sale vuelva mañana a la mañana si es que pasa la noche ---la voz sonó muy imperativa y provenía del fondo del pasillo, detrás de mí.
Me dí vuelta y vi a una anciana de unos ochenta años que por la forma en que sostenía una biblia y un rosario supuse era la hermana del hombre. Su rostro parecía un mapa de arrugas y tenía los pómulos altísimos merced a la falta de piezas dentales.
---Perdón señora, pero no entiendo porque no se puede salir…
---Porque aunque esté escondida por la tormenta esta noche hay luna llena --- sentenció la vieja.
El viejo levantó la mano tratando de apaciguarla.
---Basta Marta, ya hablamos de eso, al señor no le interesan esas historias de viejas santurronas ---el viejo continuó dirigiéndose a mi--- hace unas semanas atrás unos perros cimarrones atacaron a una persona que venía del pueblo y usted sabe como es la gente del campo para estas cosas. Parece que los perros aprovechan la luna llena para salir a hacer desmanes pero con la tormenta no creo que salgan, además deben estar bien comidos porque ayer le desaparecieron a un vecino dos corderos.
--- Le habían dicho que no anduviese de noche ---la mujer asentía con la cabeza mientras hablaba--- pero la gente de la capital cree que se las sabe todas.
---Bueno señora, no se preocupe. Voy a ir en auto y si no llueve. Ahora me voy a cambiar ¿y el tipo que lo atacaron los perros, lo lastimaron mucho?
--- Se lo comió entero ---afirmó la vieja--- asintiendo con la cabeza.
---En realidad no encontraron mucho del hombre --- señaló el viejo--- pero si vieron las huellas de lo que calculan eran mas de diez perros--- dijo mirando a su hermana.
--- ¡Uf! pobre tipo.--- dije sin más y caminé a través del pasillo hasta mi cuarto.
Me acomodé en la habitación lo mejor que pude, después me dí un baño caliente y mientras me vestía pude ver a través de la ventana que ya no llovía.
Me tiré en la cama y me puse a revisar el bolso donde traía la encomienda buscando los cigarrillos. Saqué un sobre papel madera y una caja también envuelta en papel madera. Cuando la deposité sobre la cama sentí el tintineo característico del choque de metales entre sí. Su contenido no me despertó mayor curiosidad.
El sobre no estaba cerrado y por puro aburrimiento le di una mirada a su contenido. No eran más que formularios y declaraciones con sellos y firmas, salvo por la nota escrita de puño y letra que decía:

El encargue que me pediste está en la caja, salieron caras pero te las pude conseguir.

Dejé todo otra vez en el bolso pensando en ir al pueblo para cenar.
Salí de la habitación y me encaminé hacia la cocina olfateando el olor a humedad de las paredes.
El viejo estaba sentado en una banqueta limpiando una vieja escopeta Lupara de dos caños. Una reliquia italiana que en otro tiempo y en otro lugar hubiese sido usado por algún matón de la mafia.
--- ¿Es vieja no?--- le dije.
--- Si --- el viejo sonrió --- yo también pero le sigo acertando.
--- ¿Y se consiguen cartuchos y municiones para esa escopeta?
--- Yo mismo hago los cartuchos, y las balas. Las municiones no me sirven, la última vez que cacé una liebre me rompí un diente cuando la comí en estofado.
Tuve que resistir a la tentación de mirar las manos del viejo y contar si aún tenía cinco dedos en cada una.
--- Voy a ir a cenar al pueblo, no vengo muy tarde.
El viejo puso cara de resignación.
--- Bueno, pero no se baje del auto ni de ida ni de vuelta.
Yo salí meneando la cabeza, me subí al auto y me dirigí al pueblo. Lo único que pude ver de camino fueron vacas y alambrados, algún molino, pinos y sauces llorones.
Alguna que otra luz lejana de alguna chacra vecina y nada más.
El pueblo no tenía más de quince cuadras a la redonda, una sola avenida asfaltada y un solo restaurante. Detuve el coche frente a la fonda, me bajé y caminé hasta la entrada. Miré a la avenida que estaba desolada y entré. Tenía unas seis mesas, estaba mal iluminado y a excepción del tipo corpulento parado de tras de la barra y del mozo, el lugar estaba vacío. Me senté en la primera mesa que encontré y me dispuse a esperar. Siendo el único cliente el mozo me atendió rápido. Le pedí algo sencillo y fácil de digerir previendo que iba a ser difícil conciliar el sueño ya que no iba a dormir en mi cama.
Mientras esperaba la cena me puse a pensar que dado lo poco importante del pueblo, no sería difícil encontrar al abogado al que debía darle la encomienda. Seguramente sería el único.
El mozo era alto, delgado y pelirrojo. Tenía profundas ojeras y un feo arañazo en la mejilla izquierda. Quince minutos después cuando me trajo la cena también llegaron las preguntas obligadas merced a mi calidad de forastero.
--- ¿Usted no es de por acá no?
--- No, estoy de paso.
--- ¿Y donde está parando?
--- En la casa que está detrás de los silos. Sobre la cuarta calle saliendo a la ruta… la verdad es que no se como se llaman los dueños, son dos personas mayores que alquilan una habitación muy barata.
El mozo asintió y volvió a la barra. La comida que no era mala y el hambre que yo tenía hacían una buena combinación. Unos minutos después mientras comía observé como el pelirrojo se acercó al gordo que estaba en la caja y le preguntó:
--- ¿Jefe me puedo ir? No va a venir nadie mas con esta noche y a esta hora, mañana vengo más temprano si quiere.
El gordo lo miró con cansancio.
--- ¿Otra vez? ¿Quién se te enfermó ahora?...bueno andá y vení con más ganas de trabajar mañana.
El mozo dio la vuelta, extrajo una vieja campera de jean del perchero situado detrás de la barra y sin mirar a nadie salió por la puerta del frente con evidente apremio.
Media hora más tarde cuando hube terminado la cena, le pagué al gordo en la caja mientras me hacía un comentario desanimado sobre lo difícil que era encontrar buenos empleados en esta época, salí y me subí al auto. Decidí recorrer un poco el lugar, noté que excepto yo nadie más transitaba las mal iluminadas calles. Nadie caminaba en las aceras. El pueblo parecía dormido, o más bien escondido a juzgar por la cantidad y el grosor de las rejas que protegían puertas y ventanas. Imaginé que el índice de criminalidad no sería muy alto, pero a pesar de eso las casas parecían refugios. Otra característica de las rejas me llamó la atención, su altura en las propiedades con jardines en el frente. Era como si en vez de querer evitar que un ladrón entrara, pretendiesen impedir que las saltara un tigre. Y donde no había rejas, reinaba el alambre israelí con sus temibles y desgarrantes púas o los fragmentos de botellas asomando en los tapiales. Podría jurar que algunas líneas de alambre eran acompañadas por un fino cable llevando electricidad. Retomé la avenida, llegué a la ruta y me dispuse muy despacio a buscar la cuarta calle para volver a la casa. Me tomó unos veinte minutos hallarla y cuando lo hice giré a la izquierda. Unos treinta metros mas adelante los faros del coche iluminaron en la noche cerrada y las pequeñas crestas de barro del camino lo que parecía ser un perro muerto. Disminuí la velocidad a paso de hombre, lo rodeé con el auto y a unos pocos metros mas vi a otros dos perros que estaban despanzurrados.
También los esquivé y volví a toparme con el cadáver desentrañado de otro perro. Y ya iban cuatro.
Detuve el auto, puse las luces altas y descendí consternado.
--- ¿Que pasó con estos bichos?--- dije para mi. Me agaché y apoyé la mano sobre el lomo de uno de los perros que todavía estaba tibio. Caminé unos cinco metros y comprobé que hasta donde alumbraban los faros podía ver a tres perros más en el mismo estado.
Me volví despacio para dirigirme al auto y el corazón casi se me detuvo.
Frente al auto, circundado por las luces del auto vi a un perro monstruoso de largas patas musculosas y de un color entre negro y rojizo. El animal se incorporó a medias sobre sus patas traseras elevando las patas delanteras del suelo y flexionando unos largos dedos garrados, mostrando un contorno casi humano. Parecía mirarme directamente a los ojos, dio unos pasos vacilantes hacia mí y emitió un gruñido grave y bajo. Yo cerré los ojos y exhalé.
Se dice que el tiempo es relativo. No es un continuo absoluto sino que, al igual que el espacio, es relativo al punto de observación. A mayor velocidad el tiempo transcurre mas lentamente, o bien pongámoslo de esta manera: Si pasás unos cuantos minutos con una mujer hermosa en la cama puede que ese tiempo te parezca terrible y amargamente efímero, pero si pasás el mismo período de tiempo tomando el mango de hierro de una sartén que reposó varias horas al fuego, ese mismo lapso se te va a volver una eternidad. ¿Simple no? Yo debo haber permanecido unos pocos segundos sin respirar, se me heló la nuca, me sudaron las manos y me pareció que pasé mil años ahí parado.
El disparo hizo que abriera los ojos. Provenía desde más allá de mi espalda. Hizo que el animal se sacudiera y golpeara con su flanco izquierdo el frente del automóvil haciendo estallar un faro. El segundo disparo me dejó un persistente silbido en el oído derecho e hizo que el pelaje del animal se viera mas rojo cuando la bala le impactó el muslo derecho. La bestia aulló de dolor y desapareció del cono de luz que proyectaba el único faro sano con un rápido movimiento.
Parado detrás de mí, el viejo que horas antes me había alquilado al habitación estaba recargando la escopeta.
--- ¡Le dije que no se bajara del auto!
Yo tenía el corazón desbocado.
--- ¿Que mierda era eso? ¡Eso no era un perro!
--- Vamos al auto… ¿Lo mordió, lo arañó?
--- No, ni siquiera me tocó…
--- Volvamos a la casa…
Subimos al auto. De camino, mientras manejaba noté que las manos me temblaban a buen ritmo. El viejo se mantenía calmo y yo evitaba mirarlo a lo ojos.
--- ¿Qué hacía solo en el camino? ¿Y con la escopeta?
--- Un vecino sintió ladridos y vio que tenía alborotados a sus caballos. Corrió hasta casa ya que no pudo ensillar a ninguno y me dijo que los perros cimarrones podían estar cerca y salí a ver si podía ahuyentarlos.
Lo miré directamente y luego bajé la vista a la escopeta que descansaba en su regazo. Pensé en las largas laceraciones que tenían los perros muertos. Podía jurar que no eran agujeros de balas o perdigones.
--- ¿Usted le disparó a esos perros?
El viejo pensó por un momento, buscando una respuesta.
---No. No fui yo. Debe haber sido el animal que se acercó a usted que los atacó a ellos. Tal vez está rabioso, no sería la primera vez…
Me reí nervioso y encantado por el vano intento del viejo de querer hacerme creer que lo que yo había visto era otro perro.
---Ese animal era mucho mas que un perro…se parecía a una persona cuando se paró en dos patas.
Esta vez el que se rió fue el viejo.
--- Usted ya está hablando como mi hermana, oiga es de noche y usted debe estar cansado por el viaje. Puede que la vista le haya jugado una mala pasada.
Llegamos a la casa, detuve el auto y nos bajamos. El viejo hurgó en el bolsillo del pantalón, extrajo las llaves y abrió la puerta. Una vez dentro dejó la escopeta sobre la repisa y giró sobre sus talones.
--- ¿Vio que todavía le sigo acertando? Esta escopeta era de mi padre. La trajo de Sicilia y mucho antes de que la usara la mafia para sus guerras las Luparas eran usadas por los campesinos de las montañas para defenderse de los lobos.
--- Bueno, cumple bien su cometido…--- un escalofrío me recorrió el cuerpo--- voy a dormir un par de horas y salgo temprano a la mañana para el pueblo a dejar la encomienda. No voy a volver, puede quedarse con el pago de la segunda noche. No voy a esperar el paquete que tengo que llevar a Bs. As.---
El viejo se encogió de hombros. Yo caminé por el pasillo hasta mi habitación. Me dejé caer en la cama sin siquiera quitarme los zapatos embarrados. Traté en vano de conciliar el sueño. La cabeza me daba vueltas a pesar de que el chillido que me había dejado el disparo había desaparecido. Un par de veces dormité por unos minutos pero me despertaba sobresaltado indefectiblemente, así que me mantuve fumando las horas que restaban hasta el amanecer vigilando la ventana a la espera de los primeros rayos de sol que me dieran luz verde para salir de ahí. Por nada del mundo hubiese manejado de noche en ese estado de nerviosismo. Aunque a decir verdad me daba pánico la sola idea de volver a transitar el camino de tierra hasta la ruta. Comenzó a llover nuevamente y los cigarrillos comenzaron a volverse humo denso e intangible.
Tuve tiempo suficiente para hacer un racconto de todos mis temores infantiles y me vino a la memoria la época en que pensaba que un monstruo habitaba debajo de la cama durante la noche. Durante varios meses me costó dormirme hasta que una noche cansado de ser acechado decidí asomarme y enfrentarlo. Entonces me convencí definitivamente que los monstruos no existían. Acababa de enfrentarme con uno que no estaba escondido debajo de mi cama, sangraba cuando le disparaban, y era capaz de enfrentarse a una decena de bravos perros silvestres. ¿Realmente los monstruos no existían? Imagino que este no se iría aunque prendiera la lámpara sobre la mesa de noche. Aunque fuese la luz el arma mas eficaz contra los monstruos infantiles
A la mañana siguiente empaqué las pocas cosas que había traído en el bolso y salí de la casa con lastimosa urgencia. El viejo estaba afuera esperándome.
---Mire jefe…sobre lo que pasó anoche es mejor que no diga mucho allá en la capital, este es un pueblo tranquilo y no queremos que anden curiosos molestando por algo que podemos manejar nosotros.
--- No se preocupe…no quiero ganarme fama de loco.
--- Usted no está loco sabe, pero en la capital no le van a creer.
--- Bueno, gracias por todo y por su ayuda especialmente.
Le tendí mi mano a modo de despedida pero el viejo ni siquiera me miró y se metió dentro de su casa.
--- Que pueblo de mierda. --- dije por lo bajo.
Caminé hasta el auto, subí y dejé el bolso en el asiento del acompañante. Encendí el motor y salí despacio por el camino de tierra que llevaba a la ruta. A medio kilómetro encontré a una patrulla y a una pick-up de caja abierta. Dos oficiales y un tercer hombre de civil cargaban los cadáveres laxos y húmedos por la lluvia de los perros en la caja de la pick-up.
Pasé despacio y saludé con la mano a uno de los oficiales que me miró con gesto adusto y no me respondió. Ser mal educado y parco parecía ser el deporte local.
Llegué a la ruta unos minutos después y me encaminé al pueblo. Metí la mano en el bolsillo del saco para tomar el paquete de cigarrillos y recordé que ese paquete se había vaciado durante la noche. Sin dejar de manejar metí la mano derecha en el bolso tratando de llegar al fondo donde estaba el paquete de auxilio que todo fumador debe tener. Cuando lo encontré retiré bruscamente la mano de la bolsa y arrastré con ella el sobre papel madera que dejó caer su contenido en el piso del lado del acompañante.
Detuve el auto en la banquina y me dispuse a juntar todo, levanté la nota que había leído la noche anterior y la volví a leer una vez más.
Entonces la idea me golpeó como si fuera un rayo. Extraje la encomienda del bolso.
Sacudí la caja y el golpeteo metálico se produjo con más intensidad que la primera vez. Decidido rompí el envoltorio de papel madera y removí la caja de cartón. Dentro había una hoja de papel prolijamente plegado escrito en una pequeña letra manuscrita que decía:

No necesitas hacerlas bendecir como pretendías, los crucifijos que hice fundir ya estaban benditos. El armero pensó que yo estaba loco pero cuando le mostré el fajo de billetes que me mandaste se puso a trabajar sin hacer mas preguntas. Vos sabés muy bien que yo no creo en estas cosas pero espero que no las tengas que usar nunca.
Aceptá mi consejo y volvé a la capital, dejá ese pueblo antes de que pase algo malo y te veas involucrado. Sos abogado y acá conseguís trabajo enseguida. Pensalo.

Volví a mirar dentro de la caja con la certeza de saber lo que iba a encontrar. Había por lo menos unas cincuenta balas calibre 38. Tomé una y la examiné. La cápsula era corriente pero el proyectil brillaba de una manera muy distinta al plomo. Saqué la llave del tambor de encendido haciendo que el motor se apagara y rasqué el proyectil haciendo que salieran unas finas virutas plateadas y relucientes.
Y todo se hizo tan claro como espantoso. No faltaba nada. El conocimiento oculto del viejo y el temor reverencial de su hermana. La estatua del dios con cabeza de chacal representando a la monstruosidad que habitaba el pueblo. Las casas protegidas por sus moradores que también sabían y temían. La escopeta tradicionalmente usada para defenderse de los lobos. La urgencia del mozo de pelo rojizo por salir antes que yo. La existencia de los perros cimarrones como un accesorio del argumento y a modo de excusa frente a cualquier incauto que no fuera del pueblo y visitara el lugar, como le ocurrió a la víctima anterior. La extraña carta y la nota previa y por supuesto, las benditas balas de plata.
Balas que eran para alguien cuyo miedo lo había llevado a requerir algo más que rejas y alambres electrificados. Un miedo de magnitud similar al que sentí momentos antes de asomarme para ver debajo de mi cama cuando era un niño y comprobar que no habitaba allí ningún monstruo.
Me pregunto si mañana el pelirrojo mozo irá a trabajar o se pasará el día tratando de sacarse las balas que el viejo le disparó con la Lupara.
¿Realmente los monstruos no existen?


Autor:  Walter Pohl

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