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jueves, 21 de noviembre de 2013

El Cristo de la Cepa

Valladolid es tierra de buen pan y mejor vino, por lo que no debe extrañar que la historia haya forjado leyendas adornadas de prodigios en torno a estos productos que han presidido la vida cotidiana de la ciudad desde tiempos inmemoriales. Ahora vamos a referirnos a una de ellas que aglutina dos elementos que podríamos calificar al menos de curiosos: un episodio prodigioso en la línea de aquellos milagros recopilados por el rey Alfonso X en las Cantigas de Santa María y una extraña imagen a la que se atribuyeron toda serie de portentos, una pintoresca figura que antaño era objeto de gran veneración y recurrida en rogativas, aunque hoy buena parte de los vallisoletanos desconozcan no sólo su historia, sino su propia existencia.

     Quienes recorren las salas del Museo Diocesano y Catedralicio de Valladolid, ubicado en los restos de las dependencias del siglo XIII de la antigua Colegiata de Santa María la Mayor, iniciada mucho antes por iniciativa del Conde Ansúrez, repoblador de la ciudad en el siglo XI, se encuentran en uno de los ángulos de la capilla de San Llorente una pequeña vitrina, apoyada sobre una ménsula pétrea, que deja apreciar en su interior una imagen atípica de Cristo crucificado, una figura que apenas sobrepasa los 20 cm., de tosco aspecto y sin valores artísticos significantes. A un lado de la vitrina un pequeño rótulo lo identifica como "Cristo de la Cepa, imagen milagrosa", mientras que al otro un texto enmarcado recuerda parte de su leyenda, una singular historia a la que hoy queremos referirnos.

     Lo primero que conviene aclarar es que la imagen procede de la iglesia de San Benito el Real, donde presidía el altar de una capilla situada bajo el coro, a la derecha de la entrada, que había sido fundada por el licenciado Cornejo y equipada por su esposa. Lo segundo, que no se trata de la imagen convencional de un crucifijo realizado por un escultor profesional, sino de una suerte de pareidolia en el tronco y raíces de una cepa, un capricho de la naturaleza, ligeramente retocado, que sugiere la imagen de un crucificado, de modo que sin mucha imaginación es perfectamente apreciable el cuerpo con los brazos levantados en forma de "Y", las piernas cruzadas y una desproporcionada cabeza, en la línea de algunos crucifijos románicos, que presenta la peculiaridad de tener largos cabellos y barbas formados por cúmulos filamentosos de raíces. Por si fuera poco, la forma antropomórfica está unida a otra parte del tronco que sugiere la forma de una cruz, cuya base fue insertada sobre una peana de bronce dorado, con un tratamiento similar a un relicario.

     Este Cristo de la Cepa adquiría un especial significado en el monasterio de San Benito, en cuyas dependencias se expedía al público vino elaborado en sus bodegas en virtud a la explotación de los viñedos de su propiedad cultivados en localidades próximas a la ciudad, un negocio que llevaría a la comunidad benedictina a presentar un pleito contra el escultor Alonso Berruguete cuando este también inició la venta de vino en su propia casa, situada a escasos metros de la iglesia, siendo acusado de competencia desleal. Ello justifica también que esta imagen fuese muy venerada por el gremio de vinateros, especialmente en la fiesta de la Invención de la Cruz celebrada cada 3 de mayo, único día en que era mostrada al público rodeada de velas y flores.

     La primera noticia sobre la curiosa imagen del Cristo de la Cepa aparece en el inventario realizado por el humanista e historiador cordobés Ambrosio de Morales cuando en 1572, a petición del rey Felipe II, recorrió Castilla, León, Galicia y Asturias rastreando las principales reliquias conservadas en estas tierras, viaje en el que la primera ciudad visitada fue Valladolid, donde dejó constancia de los nutridos relicarios reunidos en los conventos de las Huelgas Reales, San Francisco y San Benito, destacando el carácter milagroso y la enorme devoción que este crucifijo, con categoría de reliquia, ya gozaba en aquella época.

     Porque a esta figura, aparentemente insignificante e incluso de aspecto monstruoso, le ampara una historia piadosa que fue la causa de una veneración multitudinaria, una historia recogida por Casimiro González García-Valladolid en su obra "Valladolid, sus recuerdos y sus grandezas", publicada en 1900 (Tomo I, págs. 91-93), cuyo texto es justamente el que aparece enmarcado junto a la vitrina del museo. Transcribimos la historia milagrosa del origen de la imagen según fue recogida por este cronista:

     "Allá por el tiempo en que los judíos invadieron a España, vivía en la ciudad imperial de Toledo uno tan aferrado a su ley y por ende enemigo acérrimo del cristianismo, que haciendo alarde de sus creencias y mofa constante de los cristianos, no encontraba otra satisfacción ni gusto mayores, que burlarse de las doctrinas enseñadas por éstos y muy principalmente de la de que Jesucristo es el verdadero Mesías prometido, que es Dios y Hombre y que por su muerte afrentosa, clavado en la cruz, el patíbulo de los malhechores, ha obrado la redención del género humano.

     Absorto se hallaba cierto día en tales ideas mientras podaba una de las hermosas viñas de sus extensas posesiones, cuando de improviso le llamó la atención un objeto extraño que apareció sobre una cepa: se acercó lleno de curiosidad y vio sorprendido que era un Crucifijo.

     Obrando entonces la gracia de Dios en su alma, cayó de rodillas anonadado, tomó en sus manos la efigie bendita, besola con humildad profunda, inundola de lágrimas y reconociendo sus errores, abrió los ojos a la luz esplendorosa de la Fe, el corazón al amor divino y la inteligencia al conocimiento de la verdad. Convirtiose y pronto recibió el bautismo, administrándole este Santo Sacramento el Reverendísimo señor Cardenal Arzobispo de Toledo, Don Sancho de Rojas".

     El hecho de que se atribuya la impartición del bautismo del judío converso al arzobispo de Toledo don Sancho de Rojas, permite situar la acción de la leyenda entre los años 1415, año de su nombramiento, y 1422, año de su fallecimiento, siendo el propio prelado quien hizo la donación de la imagen al monasterio de San Benito de Valladolid, del que fue asiduo benefactor desde que años antes fuera obispo de Palencia, diócesis a la que por entonces pertenecía Valladolid.

     La vieja leyenda también fue recogida por Juan Agapito y Revilla en un artículo titulado "Tradiciones de Valladolid" publicado en el Boletín de la Sociedad Castellana de Excursiones (Tomo VI, 1913 y 1914, pág. 446), donde el historiador y arquitecto da rienda suelta a su imaginación relatando el hallazgo del judío entre los sarmientos "cuando el crepúsculo empezaba a rodearlo todo de tintes melancólicos y la campana de la ermita lejana tañía fúnebremente", añadiendo "ve el hebreo salir de una cepa un resplandor que le atrae y subyuga y ve la imagen del Divino Jesús clavada en el madero santo". Y al final concluye: "El Crucifijo aparecido entre los sarmientos de la cepa fue recogido solemnemente y conservado como un trofeo".

     Anteriormente a los autores citados, Manuel Canesi Acevedo ya se había hecho eco de la leyenda del Cristo de la Cepa en el capítulo dedicado a las capillas de la iglesia del Real Monasterio de San Benito en su "Historia de Valladolid, 1750" (Tomo II, págs. 301-302), donde informa que "... es tan apreciable esta reliquia que en Valladolid se tiene en mucha veneración, y los monjes la enseñan a los forasteros por una de las mayores grandezas del poder divino, y la tienen dentro de una urna de plata de más de media vara de alto con sus vidrios cristalinos delante, por donde se ve patente, y sólo se expone a lo público el día de la invención de la Santa Cruz y de pocos años a esta parte, la presentan en el cuerpo de la capilla mayor los viernes de Cuaresma, en que hay sermón de Miserere...".

     Este mismo autor nos informa de los numerosos milagros atribuidos a la imagen, tantos que "para referirlos era forzoso un volumen grande", siendo tal su predicamento que también era sacado en procesión durante las rogativas que apelaban su intercesión en situaciones de sequías prolongadas, afirmando Manuel Canesi haber sido testigo de sus prodigiosos efectos el año 1714, cuando "... fue que hallándome en Valladolid y su tierra con gravísima necesidad de agua, pues en dos meses principales la había el cielo negado, apelaron en su conflicto los devotísimos monjes al insondable patrocinio de este misericordioso padre, y le colocaron en la capilla mayor para una rogativa y en un día de ella que estaba muy claro y sereno y sin ninguna señal de que pudiese sobrevenir lo que de allí a un rato repentinamente fue anuncio de una deseada felicidad, porque disponiendo por la tarde la procesión para que saliese por la calle, apenas le pusieron a la puerta de la iglesia, cuando se armó un batallón de nubes y, tan denegridas y cargadas de agua limpia, que empezó a descargar con tanta fuerza que dio motivo a una porfía devota y piadosa, entre el noble concurso de los ciudadanos y los monjes, sobre si había de salir o no, y resolvieron conformes que prosiguiese la procesión por la calle y ámbito del monasterio, y aunque todos nos mojamos mucho, volvimos todos muy consolados al sagrado templo, dando repetidas gracias por el singular beneficio al admirable simulacro del Cristo de la Cepa, pues todos los campos reverdecieron y recuperaron y fue la cosecha en todo copiosísima...".

     Pero de todos es conocida la ruda climatología de Valladolid en algunos años, que puede oscilar desde las prolongadas sequías, temidas por un entorno antaño dedicado mayoritariamente a la agricultura, a las furiosas inundaciones del Pisuerga en época de lluvias y deshielo. Para todo ello el Cristo de la Cepa fue considerado un talismán, pues demostró ser útil tanto para un roto como para un descosido. Es de nuevo Casimiro G. García-Valladolid quien informa que el 5 de diciembre de 1739 el pequeño crucifijo fue sacado en procesión por los monjes de San Benito implorando su intercesión durante la catastrófica inundación que asoló la ciudad. También que el 25 de mayo de 1753 se celebró una nueva procesión de rogativa ante la prolongada sequía que amenazaba las cosechas, con la asistencia de toda congregación de benedictinos, que en esos días celebraba capítulo en la sede vallisoletana, recorriendo el solemne cortejo la iglesia de Jesús, las calles Lonja, Fuente Dorada, Orates, León de la Catedral, Cañuelo, Cantarranas, Platería y Especería, regresando a la iglesia de San Benito, donde fue objeto de una novena. Esta circunstancia se repetiría a principios de junio de 1764, cuando el Cristo de la Cepa fue de nuevo requerido por falta de agua.

     La imagen, simulacro caprichoso engendrado por la propia naturaleza, permaneció en la iglesia del monasterio de San Benito hasta el momento de la exclaustración, siendo trasladada en 1835, cuando el templo fue cerrado, a la catedral, donde recibió cobijo en la capilla de Nuestra Señora de los Dolores. Allí continuó siendo expuesta a la veneración pública todos los viernes del año.


     El Cristo de la Cepa, entre curiosidad y objeto pintoresco, hoy forma parte de los fondos del Museo Diocesano y Catedralicio de Valladolid, donde la vitrina pasa bastante desapercibida entre los visitantes por su discreto tamaño, desprovista de su misterio y eclipsada por las obras plásticas de su entorno expositivo. Sin embargo, y aunque cueste trabajo comprenderlo, tan singular crucifijo fue un tesoro inapreciable en la religiosidad del pueblo vallisoletano, siempre tan vinculado al vino.

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